domingo, 15 de junio de 2008

Leticia Martínez Gallegos. Medicina a tiempo

Serena, recorro cada espacio de la casa hasta llegar al comedor. Jalo una silla. Me siento y mis brazos caen hacia los lados. Por un momento, mi vista se detiene en el centro de la mesa donde está el pastillero que contiene las porciones químicas comprimidas, casi exactas. Estiro la mano para alcanzarlo, mi cabeza se derrumba sobre el brazo. Veo el reloj de pared y el pasar de los segundos. Es temprano. El perímetro de mis ojos se convierte en una línea recta. Todo desaparece por un tiempo.

A lo lejos, se oye el silbato de la fábrica que avisa a los obreros la salida para comer. Levanto la cabeza y muevo el brazo para eliminar el hormigueo, no sólo yo he dormido. Pongo el pastillero en la maleta vacía y el espacio que resta se ocupa con manzanas y algo para beber. Afuera, la calle está tan sola que al cerrar la puerta el sonido se triplica.

Me dirijo a visitarte al hospital.

Avanzo calle por calle casi hasta cruzar el comedor de los trabajadores que hace unos minutos respondieron al silbato. Comedor al aire libre: triángulo de tierra mal trazado, espacio entre la fábrica y la lentitud de mis pasos que irrumpen en ese momento privado. Los miro. Sus rostros reflejan cansancio, las manos gastadas, lo fructífero de su faena. Ellos han trabajado toda la mañana. Yo he elucubrado durante el mismo tiempo. La orilla de ese lugar es una banqueta que también acepta mi cansancio inútil. Respiro profundo. Ha sido buena idea traer manzanas, pienso. Cuando saco la primera y estoy a punto de la mordida, recuerdo que hace años alguien perdió un diente en un intento similar. La sensación de rechazo que me produjo el accidente regresa a este momento y me detesto. Luego sonrío, ahora mi dentadura es postiza. Como puedo como manzanas.

En la maleta sólo ha quedado el pastillero y la bebida: perversa mancuerna. Siento un vacío en el estómago que consigue alterar mi respiración y provoca la taquicardia que odio, parecida a la que producen las pastillas que tomaba hace años para perder peso. Redotex. No son anfetaminas, dijo el médico. Y yo, para estar convencida, investigué en el vademécum que una vecina me regaló. Libro inmenso en el que uno puede cerciorarse de que un medicamento no afecte la salud, o bien, de que la afecte lo más posible. Pero en este caso no fue suficiente. A pesar de tantas páginas, no logré encontrar lo que necesitaba. Era el momento de buscar la ayuda del médico, sí, el mismo que en aquellos años consulté para evitarme un infarto.

Respuesta contundente: pastillas perfectas que en esencia están cargadas de altas cuantías de arsénico. Veneno imperceptible al gusto por la atinada combinación con otras sustancias. Inquietos, los comprimidos buscan el camino rugoso, rojizo: entran despacio y recorren el pasillo sombrío de la tráquea ansiosa, se escurren por el esófago para hallar el pequeño alojo y, así, logran invadir sin prejuicios ni moral cada parte del cuerpo que poco a poco se contamina. Tranquilidad. Luego un estado de relajación: letargo prolongado cada vez más profundo hasta llegar a la inconsciencia. Paro respiratorio. Después el cuerpo adquiere las características deseadas…

Me levanto de la banqueta y miro que no hay nadie a mi alrededor. Cargo la maleta. Continúo el camino al hospital. Debo cerciorarme de que tomes la medicina a tiempo.

--Cuento publicado en La Jornada Semanal el 27 de abril de 2008:

http://www.jornada.unam.mx/2008/04/27/sem-leticia.html

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